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Un incendio forestal arrasa en Santo Antonio do Matupi, al sur del estado de Amazonas, Brasil, el 27 de agosto de 2019. © 2019 Associated Press

Esta semana líderes del mundo entero se reúnen en Glasgow para asistir a la Conferencia sobre el Clima de las Naciones Unidas(COP26), y lo que está en juego no podría ser más importante. Desde bosques consumidos por el fuego hasta ciudades con temperaturas sofocantes, campos resecos y costas azotadas por tormentas, la crisis climática está teniendo consecuencias cada vez más graves para nuestras vidas y los medios de subsistencia en el planeta. Y a menos que los gobiernos actúen con determinación —y celeridad— para reducir de manera sustancial las emisiones de gases de efecto invernadero, la situación podría agravarse hasta extremos inimaginables. 

En los próximos años, el aumento del nivel del mar y la extrema escasez de alimentos podrían provocar que cientos de millones de personas abandonen sus hogares. Los conflictos sociales debido a la escasez creciente de recursos podrían multiplicarse en forma exponencial, y esto propagaría la violencia, los nacionalismos virulentos, la xenofobia y el autoritarismo. La capacidad de los Estados de proteger los derechos de las poblaciones más expuestas a riesgos podría verse gravemente debilitada y, en muchos casos, totalmente anulada.

Muy probablemente, nuestra posibilidad de evitar ese futuro distópico dependa en gran medida de qué hacen hoy los gobiernos para proteger los derechos de las personas. Para salvar los bosques tropicales de nuestro planeta —fundamentales depósitos de carbono — los Estados deben garantizar el pleno respeto de los derechos de los pueblos indígenas y las comunidades locales, quienes figuran entre sus protectores más fervientes y eficaces. 

A fin de acabar con el uso del carbón, que causa el 30 % de las emisiones de gases de efecto invernadero, los Estados deberían impedir que las minas de carbón y las centrales eléctricas que funcionan con ese material sigan contaminando el aire y el agua de las poblaciones locales. Para esto, deben adoptar reglamentaciones que protejan su derecho a un medioambiente sano, al tiempo que se incrementa el costo del carbón en relación con otras fuentes de energía menos contaminantes. 

Para que los funcionarios electos y los líderes industriales escuchen los reclamos públicos de acciones climáticas más ambiciosas, los Estados deben garantizar los derechos de las personas en todos lados —en particular los y las jóvenes activistas en todo el mundo— a expresarse sobre la necesidad urgente de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y proteger a las poblaciones en riesgo.

Se espera que en la COP26 los países del mundo que generan más emisiones alcancen nuevos compromisos importantes, pero es probable que queden muchas preguntas fundamentales sin responder. Los gobiernos asumirán el compromiso de apoyar esfuerzos contra la deforestación, ¿pero acaso restringirán el comercio de productos agrícolas que están a raíz de la destrucción de los mayores bosques tropicales del mundo? Algunos asumirán el compromiso de eliminar de manera gradual el financiamiento público internacional de los combustibles fósiles, ¿pero también pondrán fin a los subsidios internos a los combustibles fósiles que están saboteando los esfuerzos de reducción de emisiones en esos países? Es probable que algunos se comprometan a destinar miles de millones al “financiamiento climático” para apoyar políticas sobre clima de los países en desarrollo, ¿pero darán pasos para cerciorarse de que este apoyo llegue a las personas que están más en riesgo?

Mientras líderes del mundo entero intentan lidiar con estas cuestiones durante esta semana en Glasgow, deben entender que la crisis climática es una crisis de derechos humanos y que la protección de esos derechos es fundamental para impulsar los esfuerzos globales que buscan contenerla.

 

 

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